El ictus o infarto cerebral consiste en una alteración anormal del flujo de sangre en el cerebro, y por tanto en un aporte deficiente de oxígeno, lo que impide que el tejido neuronal pueda respirar. Como consecuencia de esta anoxia (falta de oxígeno), se produce una muerte del tejido cerebral en diversos grados según la intensidad del ictus, con lo que el cerebro puede resultar dañado en menor o mayor medida, llevando a la merma de muchas funciones vitales de la persona, que verá su calidad de vida muy disminuida, cuando no directamente morirá.
El ictus puede ser de origen hemorrágico o isquémico. En el primer caso la rotura de vasos sanguíneos produce la salida de sangre al cerebro, y en el segundo un coágulo en una arteria genera un tapón que impide que la sangre llegue normalmente al cerebro. Ambos terminan produciendo daños cerebrales que pueden ser reversibles o irreversibles, en función de la rapidez con que se detecte el infarto y se tomen las medidas adecuadas.
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